Blogoteca 20 Minutos

lunes, 10 de mayo de 2010

Corazón fatigado. Cap. 3. REENCUENTRO.

Era ella. Lo supe incluso antes de meterme el cubito de hielo en la boca (una costumbre que tengo). Le vi la raya de los ojos a la altura de sus preciosas orejas antes que el resto de su bendito rostro. Reconocí esa raya. La reconocería entre miles y miles de maquillajes Margaret Astor. Y luego esos aros julajops a modo de pendientes. Y sus labios (los de la boca, digo). Sus ojos azules, hipnóticos, con esas pestañas como abanicos. SU COLA DE CABALLO. Miré al cielo, reconvertido en aquel momento en un techo masivamente decorado con focos de luz y paneles luminosos, y di las gracias, en silencio, a la Vírgen del Carmen. Acto seguido, volví a dedicarle toda mi atención; mi vida entera. Llevaba unas mallas negras muy ajustadas y una camiseta escotada hasta límites más allá de la dimensión desconocida. Sonreía. Me sonreía, a mí. Solo a mí. Y yo, con la mirada perdida en las profundidades de su canalillo, temblaba como un corderito. Temblaba de amor. Pasaban los segundos y no era capaz de articular palabra. Eso no era un canalillo, era el Canal de Suez, el Estrecho de Gibraltar separando dos continentes. Cuando quise hacerlo olvidé que tenía el cubito de hielo en la boca y le escupí un poco en la pechera. Ella dio un respingo y yo le pedí disculpas. De nuevo gotas frías volvieron a caer en sus pechos, con su correspondiente respingo por el cambio brusco de temperatura. Maldiciendo mi estupidez giré la cabeza y finalmente escupí el cubito sin pensar.

- Digo que..., que..., que disculpa - con el ademán tiré el vaso de tubo en la barra. Gracias a Dios ya estaba vacío. Los cubitos restantes se desparramaron sin ton ni son a lo largo de la misma.
- Eres el de la Isla Fantasía, ¿verdad?.

Ay, que se acuerda, ay, ay, ay, ay...

- Soy quién tu quieres que sea, reina mora, divina entre las divinas, corazón mío. Soy tu siervo, tu vasallo, tu mueble del Ikea más preciado, tu sartén favorita para las tortillas, esa que nunca se pega. Soy el sol por tu ventana, tu día de playa perfecto, tu mejor bikini, el cuscurro de la barra de pan, soy tu rebanada de Nocilla, tu trago frío de Coca-cola después de media bolsa de pipas saladas...

Soltó una carcajada que me hizo sentir indeciso y voluble. Se estaba riendo de mí. Eres un torpe, Chumoski. Eres tonto.

- ¿Todo eso eres? - me dijo con una dulzura que casi me provoca diabetes.

Una gran mano, fuerte y poderosa me sacó del aturdimiento. Me giré. Un monstruo calvo y enorme me mostraba en la otra mano un cubito de hielo.

- Perdone, caballero. ¿Esto es suyo?

En mi desconcierto acudí a ella para excusarme por la interrupción del gran Pablito pero ya no estaba. Solo quedaba su fragancia en el aire. Oh, no. Por favor, no.

- Le digo si esto es suyo.
- Eeeeemmm...., sí, bueno, no... - le dije reculando.
- Me has escupido el cubito de hielo en la cabeza.
- Y yo que lo siento mucho. Me parta un rayo si miento.
- ¿Quieres tragártelo? - el tío insistía. Una quinqui detrás suyo asistía a la escena con cara de orgullo, pero no le di tiempo para ver los créditos finales.

Con una rapidez inusual y una agilidad de movimientos producto de largos entrenamientos en Jeet Kune Do, me zafé de su manaza y, aprovechando que los focos se apagaron para dar paso a los minutos de música lenta, me escabullí hacia la pista de baile y me perdí entre las parejas que se daban un descanso rítmico y aprovechaban la ocasión para frotarse un poco y besarse y eso entre pausadas y romántica melodías.

En la otra punta de la pista, Merche, el ser primigenio, asomaba el cuello. Me buscaba. Estaba atrapado. El calvo también entró en la pista. Finalmente me vio detrás de dos tortolitos que se estaban metiendo mano y, justo cuando iba a darme alcance unas manos suaves me rodearon, me giraron y se enlazaron en mi cuello con ternura.

- Hola, campeón. ¿Bailas?.

El calvo al final, gracias a Dios, al verme en brazos de esa diosa, decidió por el motivo que sea olvidar el agravio. Por lo visto, en el fondo tenía buen corazón. La cogí por la cintura sin apartar la vista de sus ojos. Junco cantaba "hola, mi amor".

- ¿Por qué te fuiste?
- Me estaba haciendo pipi.

Su forma de pronunciar "pipi" fue la espoleta necesaria. La besé y se dejó besar. Primero tímidamente. Al minuto nuestros hocicos eran una vorágine carnal incontrolable y mi erección un grito al amor. Nuestras lenguas, un lazo doble como el que se hace cuando los cordones de las bambas son demasiado largos. Sus pechos, de punta. Mis manos, en su culo.

Aquella noche volvió a caerme una lágrima furtiva. Pero esta vez, de felicidad. Gracias a la penumbra de la pista de baile, en esos momentos, de nuevo nadie reparó en ello. Nadie salvo ella.

- ¿Por qué lloras?
- Me aprietan mucho los tejanos.

Me echó mano al paquete y me susurró al oido:

- Eso tiene solución.

Se llamaba María José. Pero según ella todo el mundo le decía Mariajo.
Cuando Merche me localizó y se vino directa a por "su hombre", le paró los pies con un "dónde crees que vas, zorra". El ser primigenio, sorprendida por la brusquedad inesperada, frenó, congestionó su cara, dio media vuelta y nunca más la volví a ver.

Además era una hembra de carácter. No podía pedir más.

TO BE CONTINUED.

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